Muñoz enmendada por un Bastardo

Llegó un momento, quizás el de más oscuridad, en el que noté su presencia. Ahí estaba. Ahí estuvo siempre. En una esquina, junto a mi armario. Desde allí me observaba con sus ojos secos, como si fueran dos bolsas de barro árido, como si tiempo atrás, hubieran estado húmedos y vivos. Pero para entonces sólo eran montones de tierra a punto de desmoronarse. Yo sabía quién era. Lo sabía porque tenía que convivir con él cada segundo, cada día y noche.

Estábamos unidos por lazos completamente inquebrantables. Sin embargo, cuando me miraba podía sentir el peso de todas las desgracias, el pecho se me cerraba y las lágrimas se desbordaban de mis ojos sin siquiera tener una razón, o quizás teniendo todas las razones. Al verlo me convertía en un espíritu solitario, en un cuerpo sin contenido. Absorbía mi energía y la transformaba en pesadez, dejándome en un estado de completa lejanía con el mundo.

¿Por qué mentir, si ya saben la verdad? Aquel acechador era mi reflejo y por más que intenté evitar su presencia, embargó la poca esperanza que aún quedaba en mí… Y ahora ya no existo.

Un atisbo de hacer ficción. Aldana. Yo.


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