Estimado Caballero Acrofobos:
Ante la demanda de su curiosidad, que en estos días me compete como empresa en retroalimentación diastólica en vaivén sistólica, le habré de retribuir, en las subsiguientes líneas, la síntesis desde una cita de Pedro Salinas, «la voz a ti debida». Le envío mis más sinceras palabras con base sustancial en fundamentos que se comprometen a superar un lapso intuitivo de la improvisación que hubiere de importunar en cualquier despite del desajuste inevitable del sistema nervioso, en consecuencia lamentable del estropicio como desenlace no feliz. Con el viento en contra de mi misma, enuncio: toco madera, cruzo zapatos, cambio de sitio si así un partido me lo delega. Caiga quien cayere en la trampa que los habrá de someter y, engañados por el ardid precoz del temperamento, hayan de ser para siempre despojados de la inteligencia en ímpetu del temperamento que nos define más allá de lo premonitorio, más allá de los sagrado.
En un sentido religioso, político o personal, el concepto de la fe puede tener dos significados totalmente distintos, si ésta se aplica en el modo de tener, o en el modo de ser. En el modo de tener, la fe es la posesión de una respuesta de la que no se tiene una prueba racional. Consiste en fórmulas creadas por otros, que el individuo acepta porque se somete a los otros, generalmente a una burocracia. Esto ofrece un sentimiento de certidumbre debido al poder real (o sólo imaginario) de la burocracia. Es un boleto de entrada para poder reunirse con un numeroso grupo humano. Alivia al individuo de la pesada tarea de pensar por sí mismo y de tomar decisiones. Así nos convertimos en uno de los beati possidentes, los felices propietarios de la fe verdadera. En el modo de tener, la fe brinda certidumbre; pretende ofrecer un conocimiento último, final, que es creíble porque parece muy firme el poder de los que proclaman y protegen la fe. Desde luego, ¿por qué no aceptar la certidumbre, si sólo requiere renunciar a la propia independencia?
Dios, originalmente el símbolo del valor más elevado que podemos experimentar dentro de nosotros, se convierte, en el modo de tener, en un ídolo. Según el
concepto de los profetas, un ídolo es una cosa que hacemos nosotros y en la que proyectamos nuestros poderes, y que por ello nos empobrece. Nos sometemos a nuestra creación, y con nuestra sumisión nos ponemos en contacto con nosotros
mismos en una forma enajenada. Puedo tener un ídolo porque es una cosa, pero al someterme a éste, simultáneamente él me posee. Después de que Dios se convierte en un ídolo, las supuestas cualidades divinas tienen muy poca relación con mi experiencia personal, como sucede con las doctrinas políticas enajenadas. El ídolo puede ser proclamado Señor de la Misericordia; pero cualquier crueldad puede someterse en su nombre, así como la fe enajenada en la solidaridad humana justifica cometer los actos más inhumanos. En el modo de tener, la fe es un apoyo para los que desean estar seguros, para los que desean una respuesta a la vida y no se atreven a buscarla ellos mismos.
En el modo de ser, la fe constituye un fenómeno totalmente distinto. ¿Podemos vivir sin la fe? ¿No debe tener fe el niño de pecho en los senos maternos? ¿No debemos tener fe en otros seres, en los que amamos y en nosotros mismos? ¿Podemos vivir sin tener fe en la validez de las normas de nuestra vida? En realidad, sin fe nos volvernos estériles, perdemos toda esperanza y le tememos a la esencia misma de nuestro ser. En el modo de ser, la fe no consiste, en primer término, en creer en ciertas ideas (aunque también puede serlo), sino en una orientación interior, en una actitud. Mejor sería decir que se está en la fe y no que se tiene fe. (La distinción teológico entre la fe que es creencia –fieles quae creditur– y la fe como creencia –fides qua creditur– refleja una distinción similar entre el contenido y el acto de la fe.) Se puede estar en la fe hacia uno mismo y en los otros, y la persona religiosa puede estar en la fe en Dios. El Dios del Antiguo Testamento es, ante todo, una negación de los ídolos, de los dioses que podemos tener. Aunque concebido como analogía con un rey oriental, el concepto de Dios se trasciende desde el mismo principio. Dios no debe tener nombre, ni debemos hacer una imagen de Dios.
Más tarde, en el desarrollo judío y cristiano, se intentó eliminar totalmente la idolatría a Dios, o luchar con el peligro de la idolatría postulando que ni aun las cualidades de Dios pueden formularse. O más radicalmente en el misticismo cristiano (desde el falso Dionisio Areopagita hasta el desconocido autor de The Cloud of Unknowing y el Maestro Eckhart) el concepto de Dios tiende a ser el del único, la «Divinidad» (la no-cosa), y así se unen los puntos de vista expresados en los Vedas y en el pensamiento neoplatónico. Esta fe en Dios se ve confirmada por la experiencia interior de las cualidades divinas que existen en uno mismo; es un proceso continuo, activo, de una creación de sí mismo, o como dice el Maestro Eckhart: de Cristo que eternamente renace en nosotros.
La fe en mí mismo, en los demás, en la humanidad, en nuestra capacidad de llegar a ser plenamente humanos, también implica certidumbre, pero basada en mi experiencia, y no en mi sumisión a una autoridad que impone una creencia dada. Es la certidumbre de una verdad que no puede demostrarse con una evidencia racionalmente concluyente; sin embargo es una verdad de la que estoy seguro debido a mi evidencia subjetiva, experiencias. (La palabra hebrea que designa fe es emunah «certidumbre»; amen significa «ciertamente»). Aunque esté seguro de la integridad de un hombre, nunca podré demostrar su integridad hasta su último día; estrictamente hablando, si su integridad permanece inmaculada hasta el momento de su muerte, ni aun esto excluye la idea positivista de que quizá habría podido haber manchado su integridad si hubiera vivido más tiempo.
Mi certidumbre se basa en mi conocimiento profundo de los otros y en mi experiencia del amor y de la integridad. Este tipo de conocimiento sólo es posible en el grado en que pueda librarme de mi ego y ver a los otros hombres en su mismidad, reconocer la estructura de sus poderes, verlos en su individualidad y al mismo tiempo en su humanidad universal. Entonces sabré lo que los otros pueden hacer, lo que no pueden hacer, y lo que no harán. Desde luego, no quiero decir que yo pueda predecir toda su conducta futura, sino sólo las líneas generales de su conducta que están enraizadas en los rasgos básicos del carácter, como la integridad, la responsabilidad, la espontaneidad, la integridad, etc.
Esta fe se basa en hechos; por consiguiente es racional; pero los hechos no pueden reconocerse ni «demostrarse» según el método de la psicología positivista convencional; yo, la persona viva, soy el único instrumento que puede «registrarlos».
Atenta a sus señales de humo. Sin prisa empero por vena distintiva, irreductiblemente ansiosa.
Sea menester; y en arista primigenia de las bifurcaciones borgeanas; Lunfa

Johann Heinrich Füssli.
Mi muy querida Dama Lunfa:
Pasados han los rigores de la genuflexión ante su persona, tanto más preciadas sus expresiones cuanto más ausente su presencia física, cedo la esgrima de mi pulso combatiente al peso del mandoble para tomar, asaz indigno el parangón entre ambas fuerzas, la otra del intelecto mientras la una del cuerpo, una pluma que pudiese, flotante mas firme, hender sobre el ojo ciego de la tinta y discurrirla, sin afán de presunción ni cortejo, mal rayo me parta al siquiera sugerir semejante afrenta a las inmarcesibles obras de su pienso, para enhebrar unas cuantas, pocas, lívidas, fugaces letras en responso a su misiva irrefutablemente digna de los mayores panegíricos.
La fe no fue una categoría filosófica ni siquiera cuando se abordaron en 3 de sus problemas fundamentales: El Ser, el Absoluto y el Episteme. Se pudo -y sin intervención de ningún componente divino- concluir que, del Ser y del Episteme, sólo podría surgir el «Ethos», esa maravilla según la cual, te consta, sostengo algunas premisas vitales: La ética es racional y universal, la moral es individual y subjetiva (por eso, debemos erradicar el relativismo cultural); todos juzgamos, sólo una mal entendida reprensión moral, autocensura casi, nos impele absurdamente a no emitirlas en voz alta; etc. Es decir: Ningún instrumento del pensamiento, y por extensión del lenguaje y de las relaciones sociales, pasó jamás por algo que se pareciera a la creencia, la fe.
Paréntesis: La «Teogonía», de Hesíodo, al curso de mucho tiempo, me parece que ha sido mal leída y peor interpretada. No siendo formalmente un catálogo de ritos, rezos o remedios espirituales, no pasa de ser, como lo sería a un lector actual, un álbum bien escrito del Universo Marvel o DC de la Grecia Clásica. El resto es mito u oda o égloga o fábula o tragedia…
Cuando se empieza a discutir el tema del Absoluto, la disociación entre personas y dioses es tal, que nadie había asumido nunca que tuviera que preexistir la fe a la divinidad y mucho menos que aquélla se instrumentalizara de algún modo hacia lo segundo. Hogaño, es normal orar aceptando que se hace con fe por tal o cual favor o perdón; antaño, se acudía al oráculo nomás pa’ ver si tal o cual dios había amanecido con el hígado hinchado, no nos fueran a mandar a la guerra, y saber qué podría ocurrirnos. Fe o no fe -que repito, no existía como noción sociocultural-, el Olimpo había decidido tu suerte y ya.
Sé que ahora iniciará un debate sobre prácticas de fe en culturas como la egipcia, la hitita, la sumeria, la china, la olmeca, y más tardías, la judía, la fenicia, la lapona, la nipona, etc. Primero, invitaría a dejar de sintonizar Hollywood y adentrarse en la evidencia: Fue el contacto con las primeras sociedades orientales -la hebrea en particular, pero también la babilónica y la hindú- las que comienzan a mencionar el concepto de fe como «algo» que los humanos debemos poseer en relación a los dioses; ellos sí tienen rituales, que sus conquistadores, sea por afán pacificador, sea por pensamiento mágico (No es que el raciocinio fuese un ejercicio común sólo porque unos conocía la pólvora y otros no), importaron a sus culturas.
Los rituales también funcionaron como un aglutinador y como método de control social, como el ejemplo contemporáneo de Bizancio lo demuestra: Siglos de rituales entre ciudades-Estados, aun entre las judías, y jamás una iglesia pretendió el monopolio como la muy ritualista paleocristiana. A partir de aquí, la Fe se vuelve tan trillada, que casi se nos olvida su raíz primigenia: La superstición, la recompensa (Un día, algún dios o alguna diosa están de buenas y nos obsequian el amor verdadero, por poner un caso), la distracción, la experiencia del caos en medio del orden y la lógica.
En mi caso, dentro o fuera del catolicismo, siempre acepté la Ética como nuestra única guía posible en la vida, frente a cualquier tema, porque fue la única categoría, quizá la más importante, que continuó discutiéndose y evolucionando hasta una fecha tan avanzada como el siglo XXI. Si en relación a la humanidad, es algo distinto o semejante a la fe, no se somete a debate: Lo racional es mantener el escepticismo hasta que se pruebe lo contrario. Y lo racional es una herramienta que sí hemos reflexionado, modelado, discutido, estudiado y expuesto por enormes mentes y continuará así «per seculam seculorum».
Lo que sostengo es algo más que un pecado, según mi fe: Es lo inhumano, la miseria, lo opuesto exacto del amor al prójimo, el desprecio, el inicio de la iniquidad, del sendero al infierno. La fe me dice que, en cualquier caso, sin importar lo que digan Sinhué, Sócrates, Hypatia, Arrio, Confucio, Averroes, Maimónides, Bruno, Descartes, Spinoza, Kant y Hume, debo abdicar de mi capacidad de evaluar al mundo y a quienes habitan en él. Por eso, prefiero mantenerlo en 2 esferas distintas. Como te planteé: Si abdico de la razón, ¿Cómo podré reconocer un milagro? Esto no es nuevo ni en realidad tomista, es agustinista.
Lo curioso es que sólo algunos existencialistas, en nuestro tiempo, retomaran la ética como eje de las discusiones elementales sobre el Ser humano. Qué alborozo titánico me da retomarlo, aunque sea muy breve y torpemente, contigo.
Espero la humareda no haya quedado muy espesa, si bien admito que ha sido provocada por un incendio mental y del alma tan intenso, tan ardiente, tan perenne, que las señales no sean tomadas como signo de peligro.
Hoy reposa mi mano más dichosa que ayer.
Acrofobos
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«Tratando de lucirse, un chancho puede comer un jamón (siempre revelamos a lo que estamos sometidos).
Sentados a la mesa servidas están nuestros héroes. Esos tres bombones que creen que arman un gran cacao. Esos que han ganado reputación gracias a los papeles duros y son muñecos vudú de ésta sociedad-espectáculo. El primero de los comensales rechaza de pleno el plato. El segundo quita la mosca del plato y toma la sopa. El tercero exprime la mosca dentro del plato hasta la última gotita y luego come con fruición. Mientras tanto, lenta, muy lentamente, se les mete la muerte por donde los monos se meten la manzana
Caballero mío, la franela no es como la gamuza. Puede que alguna de éstas noches no nos encontremos aquí ya. Puede ser cualquiera de nosotros el que se va al pasado. Allí, un chimpancé viejito atiza el fogón, se llama Adán y es tu gran papito. Ese mono que ríe, despacito, en la oscuridad.
Allí, y para siempre, aprendimos que ciertos fuegos no se encienden frotando dos palitos.»
Suya, Lunfa.
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